Wednesday, September 20, 2006

Crónica de viaje: Kuelap y la Laguna de los Cóndores, Chachapoyas, Perú.

Tras las huellas de los Chachapoya
-Diario de viaje por el circuito nororiental-
Samuel Bedrich




Yerbabuena, Amazonas, Perú.
Al fin, el comienzo de un verdadero viaje. Después de unos días de convivencia escolar y de búsqueda de la identidad del Perú (excursión museística-arqueológica por Trujillo, Chiclayo y Chachapoyas, con city tour incluido), ingresamos por el camino de tierra que lleva al Perú desconocido de la gran mayoría, peruanos y extranjeros, alike.

Como me dijo Victor Manuel, mi guía: “Bienvenido al verdadero Perú, el de la inmensidad de la sierra y de la selva, el Perú de a caballo, de las pequeñas distancias geográficas, pero largas horas de viaje” ¿No estará acá la verdadera identidad del país?

La tierra de las mil maravillas por descubrir, de los sitios perdidos en el tiempo y en el espacio; donde recorrer veinte kilómetros puede tomar diez horas de cabalgata.

En la combi que me lleva a Yerbabuena –sitio donde comienzo a escribir este relato- un hombre me pregunta cuánto tarda un avión desde Lima hasta México, mi patria. “Cuatro horas” respondo. Y luego reímos juntos: es mucho más rápido recorrer miles de kilómetros que transitar los 200 de ida y vuelta que hay entre Chachapoyas y Leymebamba.

EN EL INICIO…

Pero ya que la escritura y la propia Latinoamérica nos lo permiten, volvamos un poco atrás en el tiempo y retrocedamos dos días en el calendario para ubicarnos, todavía con el grupo de estudiantes, en Chachapoyas. Salgamos, muy de mañana, hacia la ceja de selva amazónica. Primer punto en el camino: Tingo, donde dejaremos nuestras pertenencias para ir a descubrir el Cerro Olán, en la cima del pequeño poblado de San Pedro.

Una caminata cuesta arriba de una hora treinta nos lleva a las alturas y ahí podemos observar un enorme complejo amurallado, embozado por el paso del tiempo y las estaciones: Cerro Olán esconde, bajo pastos, bromelias y árboles centenarios, uno más de los secretos de los viejos habitantes chachapoya –antecesores de los mismísimos incas-. Tendremos que esperar los trabajos arqueológicos de rescate para poderlo admirar en su esplendor.

Después de un descenso en carrera rápida, abordamos nuestro transporte para ir hacia Leymebamba, donde visitaremos el último museo del viaje (esa fiebre por encontrar las raíces del Perú detrás de las cuadradas vitrinas). Para nuestro disfrute, este sitio comunitario es peculiar, pues demuestra cómo, con un poco de pasión, se pueden hacer las cosas, aún sin el sostén económico del gobierno peruano –pero sí con un empujoncito del austriaco-. La exhibición comprueba cómo el corredor geográfico que hemos andado fue uno de los puntos de contacto más importantes entre la selva y la sierra de la antigüedad.
DESPUÉS FUE KUÉLAP
El día siguiente, hacia las siete de la mañana, tomaremos de nuevo la pequeña excursión con rumbo a la muy multicitada fortaleza de Kuélap. Mil metros más arriba de los 1’700 en los que nos encontramos.

Casi dos horas de camino más tarde, avanzando entre zig-zags y desfiladeros, llegaremos al estacionamiento oficial y marcharemos unos doscientos escalones para arribar justamente frente a un enorme muro de unos veinte metros de alto y quinientos de largo. En la época Chachapoya, esa pared debió rodear toda la montaña. Quien viene al Perú y se conforma con Machu Picchu, comete el mismo error del que cree que París es la torre Eiffel y el museo del Louvre.
Ahí, a 2’700 metros, vigilando el horizonte, Kuélap reina y defiende la ancestralidad. Sus únicas tres entradas lo hacían una fortaleza prácticamente inexpugnable; en su interior se han encontrado enterramientos, habitaciones y vestigios de gran valía que demuestran que el periodo pre-incaíco tuvo excelentes constructores e ingenieros.

Este fue un buen lugar para coronar el final de nuestro viaje en grupo: el resto se volvía a Chachapoyas y yo, en compañía de mi guía y amigo Victor Manuel, retornaría a Kuélap para encontrarme con dos amigas que también pernoctarían en el albergue del sitio.

La travesía desde María nos tomó alrededor de dos horas y la hicimos por la cima de las montañas en un día perfectamente soleado. Desde las alturas pudimos admirar los pequeños poblados de Jalca y María, así como unas ruinas desconocidas del público no local. En el horizonte, las montañas se perfilaban, interminables, en esa geografía apabullante.

Llegamos a Kuélap justo a tiempo para ver el atardecer desde lo alto de las murallas, y por la mañana pudimos repetir la experiencia, sólo que esta vez orientados hacia el este, para el amanecer; la magia del lugar se amplía cuando el astro rey posa sus rayos sobre esas piezas de historia.

Después del recorrido matutino nos reunimos de nuevo con Víctor, quien nos llevaría de vuelta a Tingo, a caballo. Dos horas y media de descenso fueron necesarias para regresar a los 1’700 metros del día anterior.


Y LUEGO COMENZÓ LA AVENTURA

Y de nuevo los caminos de los amigos se bifurcarán. ¿Estaré condenado a la aventura en solitario, o será que la acompañante soñada está esperándome en algún punto del camino? En la carretera que une a Chachapoyas con Leymebamba, yo iba al sur y mis amigas hacia el norte.

Como el autobús me abandonó en Yerbabuena, me quedé sentado en el borde de la carretera para esperar otro que continuara en dirección austral. Al principio me entretuve dando forma a este relato, pero el tiempo pasó y el col comenzó a ocultarse. A las seis de la tarde apareció un camión transportista que ofreció llevarme, pero el viaje se frustró cuando el conductor vio un hueco en su rueda y tuvo que dar marcha atrás hasta la vulcanizadora más cercana.

Cuando pensaba en encontrar el lugar más adecuado para establecer mi campamento, apareció un taxi que llevaba a dos fotógrafos colombianos de vuelta a Leymebamba: me salvé justo a tiempo de pasar la noche bajo el techo triangular de mi carpa.

Una hora y media después entrábamos al poblado. De inmediato me dirigí al domicilio de Sinecio, el guía que gentilmente accedió a acompañarme por el trecho a la Laguna de los Cóndores.
En compañía de Ana, una simpática alemana que sería mi nueva compañera de viaje por el circuito, fuimos a comprar víveres para nuestra excursión, pues la laguna se encuentra en un lugar deshabitado y se nos advirtió que deberíamos llevar todo lo necesario. “El viaje será largo y complicado, así que tenemos que prepararnos bien”, fue el comentario de nuestro guía. Ante esa advertencia, miles de pequeñas mariposas comenzaron a revolotear en mi estómago y la emoción comenzó a embargarme. Al fin, la aventura se presentaba de nuevo.

A las siete de la mañana del día siguiente, Sinecio pasó a buscarnos al hospedaje y partimos, montados en caballos y mulas, a comprobar en sangre propia, si en verdad los Chachapoya exigían de nosotros un sacrificio antes de mostrarnos sus mausoleos.
Pronto comprendimos por qué Estephany, la chica del albergue, nos insistió tanto en el uso de botas de caucho y un poncho de plástico: apenas iniciado el ascenso, se presentó una lluvia fina y constante, y un par de kilómetros más adelante, tuvimos que bajar de nuestras monturas para hacer un descenso entre piedras agrestes y barro. Nos quedó muy claro que ninguna medida es exagerada cuando se trata de hacer camino de herradura en el Perú: las pendientes son complejas y las botas se pueden enterrar hasta unos veinte centímetros; los cascos de los caballos resbalan al golpear la roca. El avance se vuelve muy lento.

La Laguna de los Cóndores es un secreto muy bien guardado y no es para expedicionistas novatos. Quien no ha hecho al menos un par de cabalgatas de cuatro horas cada una, o no está dispuesto a caminar un mínimo de tres horas, entre rocas y fango, bajo un cielo imprevisible y ventoso, debe buscar otra actividad alterna.

Pero aquel que guste de la aventura, los paisajes increíbles, la buena compañía, el descubrimiento, y la naturaleza, debe dejar en estos momentos la lectura para alistarse a ver esta maravilla del Perú con sus propios ojos, pues el esfuerzo es recompensado con creces.

Después de nueve horas y media de trayecto, arribamos al refugio “La perla escondida” (bastante escondida, y perla “en bruto”), donde pudimos desmontar y trocar las ropas mojadas por vestimenta seca, así como las riendas mojadas por cubiertos para disfrutar de una riquísima cena preparada por el hombre orquesta: nuestro guía.

A pesar del frío, el descampado y la sencillez de nuestro aposento, durmimos como náufragos recién rescatados: las camas de paja, sobre las que pusimos nuestras bolsas de dormir y un par de frazadas más, resultaron de lo más cómodo.


PASEO POR LA LAGUNA DE LOS CONDORES

5:45 AM. Aunque en el exterior el frío era bastante, nos animamos a abandonar nuestra plácida cama, pues la emoción de subir sólo cinco minutos sobre una pequeña loma para ver, después del largo día anterior la laguna, nos daba energías adicionales.

La Laguna de los Cóndores. Si bien el cielo no nos regaló el mejor amanecer, la niebla fue lo suficientemente benévola para permitirnos una genial vista: desde lo alto, una masa líquida, limpia, oscura y profunda, se anida en un bosque prácticamente virgen; al fondo se yergue una gran pared que parece inaccesible y emerge desde el fondo del espejo de agua. El sentimiento de soledad y majestuosidad nos envuelve como una capa de vapor helado.

Bajamos al refugio para tomar un ligero desayuno, y minutos más tarde emprendimos de nuevo el camino con Sinecio, con el objeto tan ansiado de conocer los mausoleos que han sido el motor de este viaje de ensueño.

Dos horas de marcha más. El piso es casi un pantano; difícilmente nos cansaremos de agradecer la recomendación de las botas de hule. Hay áreas en que los pies se entierran y uno piensa que la bota perecerá, devorada por el fango; la marcha se complica. En dirección de la laguna, a sólo unos metros del refugio, nos encontramos con decenas de construcciones prehispánicas. De acuerdo con Sinecio, las edificaciones se prolongan interminablemente por el bosque (unas 50 hectáreas), ¿Una ciudad Chachapoya más grande que Kuélap? Tampoco hay rastros del Instituto Nacional de Cultura.

Bajamos hasta la desembocadura, misma que cruzamos gracias a unos troncos que han colocado los guías leymebambinos en faenas anteriores (vaya labor titánica, la de tender árboles en la mitad de la nada). Nos cuesta trabajo comprender cómo se pudo haber transitado por este lugar antes de existir este camino.

Pero la meta está cerca. Pasamos un bosque semi-inundado y un área extraña, poblada solamente por bambúes, luego subimos cuatro largas escaleras de madera con una inclinación de casi noventa grados, enseguida franqueamos un par de declives agudos, apoyados en cuerdas fijas, y finalmente cruzamos dos pasos sobre el filo de la pared de piedra.

Sólo nos quedan cinco peldaños por superar. Mientras hacemos este último esfuerzo, sentimos la brisa de una débil caída de agua sobre nuestra cara y levantamos la vista. Nuestros ojos no pueden creer lo que ven: detrás de esa pequeña cortina se encuentran tres construcciones de barro y piedra, pintadas de blanco y rojo. Hemos llegado al más accesible de los 14 sepulcros: la penuria y el esfuerzo se olvidan al instante.
Fue en ese lugar donde se encontraron 219 momias en perfecto estado de conservación y que hoy conforman el activo más importante de la colección del museo comunitario de Leymebamba. La inaccesibilidad, combinada con el microclima que se hace en el sitio y el arte del camuflaje (desde la otra orilla es difícil detectar a simple vista los bastimentos), han permitido su salvaguarda en las mejores condiciones: se pueden ver pinturas rupestres, andamios de madera, restos humanos y hasta pequeñas partes de textiles que fueron dejadas ahí después del traslado del grueso de la colección a Leymemamba.
Vaya vista, la que tenían los chachapoya: frente a nosotros, dos bellas montañas y la laguna. El sitio es tan estratégico que todo el año se puede ver la salida del sol. Es lógico pensar que esta estrella incandescente, junto con el agua, jugaban un rol significativo en la manera de ver la muerte.

Al regresar, aunque el cielo permanecía nublado, teníamos que intentar dos cosas: la pesca de trucha y un pequeño baño en la laguna. La temperatura del agua no era mayor a los doce grados, pero la experiencia fue sublime: no será fácil volver a nadar en este lugar.

De vuelta al refugio, cerca de las cuatro de la tarde, cuando habíamos perdido casi todas las esperanzas, hizo su aparición el sol, lo que nos permitió disfrutar de los últimos rayos iluminando el maravilloso escenario.

Un poco más tarde, durante la cena, degustamos las dos truchas que pescó Sinecio, y tuvimos además, la suerte de hacer una larga sobremesa escuchando la aventura del transporte de las momias, desde sus sitios originales y hasta el museo de Leymebamba, por caminos extremadamente complejos, en caravanas de 16 a 20 caballos, e incluso a través de la laguna, en una pequeña embarcación. Es en casos como estos cuando uno aprecia la labor comunitaria, bien por los “lemiches”.


La caminata tuvo diferentes efectos sobre nosotros: algunos pusimos la cabeza en la almohada y caímos rendidos, mientras que otros continuaron sus ensoñaciones hasta altas horas de la noche.

DE VUELTA A LA CIVILIZACIÓN
Imposible pensar en partir sin ver por última vez la laguna y sus misterios. A las 5:50 del tercer día subí la loma y me maravillé ante los rayos de sol sobre el área. Un par de fotos y descendí: era tiempo de volver al mundo de los humanos.

Un rápido desayuno e inician las nueve horas de travesía para el regreso. Nos sentimos honrados de ser los visitantes número 63 y 64 del año. Ojalá que el Perú no cambie y siga siendo un paraíso por descubrir.

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